Somos un número

martes, 26 de julio de 2016

Te vendiste, hermano

Caminaba por el interior de las calles del barrio porteño de Belgrano, cuando una voz llamó mis sentidos con las siguientes palabras: “los napolitanos están todos locos”.
Era un padre que contaba orgulloso, a un amigo, las travesuras de su hijo por el viejo continente. Mientras yo escuchaba la conversación de este señor, en una pared de una obra de construcción (hoy un gran edificio) estaba una gigantografía de YPF con la imagen del protagonista de esta historia: Gonzalo Gerardo Higuaín.
Quizás nadie sabe que su segundo nombre es Gerardo, y no pierdan el tiempo buscando el significado de ese nombre en google porque no van a encontrar nada interesante, pero lo que sí es interesante es qué se les habrá cruzado por la cabeza a Nancy y a Jorge cuando, en el pequeño pueblo Brest (Francia), anotaron en el registro civil a su crío.
Quizás nadie sabe, pero cuando el pequeño Gerardito tenía 8 años, toda la familia tuvo que mudarse a la provincia de Tucumán, ya que el sostén de la misma, consiguió trabajo como técnico del Club Atlético Tucumán.
¿Le habrán gustado las empanadas a los Higuaín?
Poco le duró el laburo, y en un episodio que tuvo menos claridad que la muerte de Nisman, el técnico recogió sus cosas, de un día para el otro, y Gerardito tuvo que dejar el glorioso colegio JIM y la ciudad, para emigrar a quién sabe dónde.
Por esos tiempos el niño todavía no se destacaba convirtiendo (o fallando) goles increíbles, pero si lo hacía su hermano Federico, que apuntaba a ser el más picante de los dos y sacaba diferencia jugando al fútbol.
La película que sigue ya la conocen todos: goles son millones. Hasta que un día el destino lo dejó bien paradito en Italia, en la ciudad de Nápoles. Y sabemos que en este lugar del demonio todos están locos. Pasta, Maradona y camorra.
Gerardito, sin saber en la que se metía, hizo lo que mejor le sale, y mucho a mucho se fue metiendo en el interior de los corazones de estos desquiciados hasta convertirse en un pilar más. Ahora, además de la pasta, El Diego y la camorra, estaba Higuaín, el Pipa Higuaín.
Hace algunos meses, tuve la posibilidad de charlar con dos napolitanas. Entre cerveza y cerveza, salió el tema de una posible partida del muchacho, si conseguía cambiar de equipo por una oferta económica mejor. Tratar de explicarles a ambas cristianas que un trabajo puede cambiarse por otro superior, fue una pérdida de tiempo.
Ante la traición, el amor conducido hacia la locura, se transforma en el más bajo sentimiento que el hombre o la mujer pueden manifestar. Algunos lo llaman odio. Las peores -y más inteligentes- destrucciones que se hicieron en la historia de la humanidad fueron gracias a esta pasión.

Gerardito, te vendiste. Y lo hiciste por el sucio dinero. Ojo, yo también lo hubiera hecho.







jueves, 7 de julio de 2016

El tres


Mochila al hombro salí del trabajo, había sido uno de esos días en que te pesa el cuerpo de tantas cosas que le agregan a tu cabeza.
En la parada del bondi estábamos los de siempre, “no somos más que diez” cantaba el de seguridad de la empresa, que ahora formaba parte del equipo de espera. Hacía poco le habían robado su moto, era un mortal más.

Sentía una mirada extraña y penetrante sobre mi persona, pero eran más fuertes las ganas de llegar a casa, que de averiguar de qué se trataba. Ya dentro del colectivo, y con un panorama más amigable, empecé a buscar entre todos los rostros que emulaban cansancio esa noche.
Como un rompecabezas fui probando todas las fichas, quedaban afuera el chofer y el de seguridad que estaba a la par mía. Llegué a uno de los últimos asientos, donde una mujer de pelo corto, piel blanca, pecas y mirada perdida en el suelo, trataba de engañarme con su inocencia. No había dudas.
En un episodio confuso, dejé cantando solo a mi compañero de viaje, aproveché la ocasión y me cambié de lugar. Desde allí no podía intimidarme, a menos que logre girar el cuello 180 grados y eso sería muy escalofriante. En la siguiente parada, ella movió el ajedrez para poder continuar con su plan.
Dos cuadras faltaban para llegar a casa, pensé en bajarme antes o quizás después, pero toqué el timbre que anunciaba mi destino final, en la dirección correcta. Cerré los ojos, mientras se detenía el vehículo, para no ver si ella también descendía conmigo.


Se bajaron dos personas. Una era yo.

La Mary


La señorita Mary no solo marcaba la recta final en el paso hacia el secundario, ella era la señorita que todos en el colegio querían tener. Ya desde los primeros grados llegaban los rumores que era la mejor del mundo. Luego lo comprobaríamos.
Si te dolía la panza, podías llamar a casa para que te busquen. Y si no habías estudiado, te daba otra oportunidad siempre. Hasta nos enseñó las calles de San Miguel de Tucumán, cuando se enteró que no las sabíamos. Ella quería que todos aprendieran de verdad.

Desde hace unos años que la señorita Mary ya no está.

Y esa mañana tampoco era ella, no podía serlo. Por más que su voz y movimientos eran los mismos, su mirada era otra. Al grito de “saquen una hoja” entró al aula. Nunca nos había gritado.
¿Quién era esa mujer que se había disfrazado de nuestra amada señorita Mary?
Yo no tenía una hoja, ni una lapicera, y ni siquiera el uniforme del colegio puesto. Mi barba, de una semana, tampoco se adecuaba al contexto de mis compañeros, que ya todos -muy estudiosos- tenían listo lápiz y papel para rendir ese dictado sorpresa:
-careta, fue la primera palabra.
-pior, continuó.
-otario.
-direto.
-havia. Así lo escribió una compañera que estaba sentada a la par mía. La seño pasó por ahí y asentó con la mirada.
-fajuto.
-já era.
-Onibus
-ato.
-uísque. Justamente, ¡Cómo me tomaría uno!
-confito.
-livre.
-veiculos.
-proibido.
-desenvolvida.
-governador. Esa fue la última.

Me desperté muy angustiado por esa pesadelo.

Lo curioso era que, recordando el sueño, todas aquellas palabras mal escritas en español, estaban perfectas en portugués. Y si tenemos un conocimiento más avanzado de nuestro idioma nativo, todas forman parte del “tucumano básico”.
Sí, si abrimos campamento al glosario tucumano no había error alguno. Todos se sacaron diez.
Menos yo.


Careta


Hasta hace seis meses que comenzaron las amenazas. Una llamada anónima dio la pista de largada, una voz con tonada extranjera era contundente: “ud sabe demasiado”.
Luego fueron mensajes de texto, emails, comentarios en redes sociales, el timbre que sonaba a deshora, y hasta en la calle sentía miradas. La paranoia me perseguía de día y en sueños. En todas partes esas tres palabras, el mismo contenido me abrumaba casi cotidianamente.
Comencé a averiguar qué era lo que yo sabía. Usando métodos muy básicos hasta otros más estudiados, pasé por mi familia y amigos recorriendo todo tipo de preguntas, pero sin contar el verdadero objetivo de mi preocupación. No sabía quién o quiénes eran, qué querían, no sabía cómo actuar.
Fui hacia las personas con menos confianza o nuevas, por llamarlo de alguna manera, y me acordé de una chica brasilera con la que había hablado en un recital. Estos nuevos grupos de percusión aglomeran a un nicho extranjero interesante, y yo estaba ahí.
Intentando llamar la atención de la señorita, le conté la aventura de aquel manuscrito mojado y perdido allá en el tiempo, junto a una teoría que explicaba que Tucumán, y quién sabe que otro lugar, pertenecían a Brasil geográficamente, y que algo había pasado en el transcurso de la historia que había cambiado.
Un vaso rodó por el suelo y solo vi correr a Tamara con sus chuecas y flacas patitas, que despavorida, salía por el patio mientras los tambores custodiaban su huida cual danza africana. No entendía nada.

Eso, y solo eso, era lo único extraño que me había pasado en el último tiempo. Suficiente para alimentar un monstruo y una docena de fantasmas en mi cabeza.
Relacioné todo automáticamente: Brasil, Tucumán, lo que yo sabía y mi persecución, por supuesto. Había algún hecho que no podía saberse y el tiempo fin para que salga a la luz ya se estaba cumpliendo. Tenía en mis manos, o en la de algún basurero municipal, información histórica.

La investigación empezaba realmente. Invertí cientos de horas en internet en la búsqueda de algún documento que relacione el país vecino con nuestra provincia. Relacioné el escudo y bandera de Tucumán alucinado un parecido con el del estado de Porto Alegre y hasta videos de Mercedes Sosa cantando para miles de brasileros junto a los más grandes cantantes de ese país.
Me pasaron el dato que en la oficina de turismo había una biblioteca donde trabajaba un viejo brasilero que podía ayudarme. Armé algunas preguntas puntuales, para no perder más tiempo, y me dirigí para el lugar. Un oficinista con cara de oficinista me dijo que el viejo llegaba más tarde.
Di una par de vueltas por el salón principal, para hacer tiempo, y me crucé con otra cara, poco conocida, pero bien recordada, un guiño de ojo y el disco duro de mi cabeza me transportó a la noche de los seis brasileros. Era el que se había retirado primero. Me temblaban las piernas.

Perseguido por esa mirada salí del lugar en busca de alguna máscara en la que pueda refugiarme.

Los seis


Una noche sin mucho más futuro que el de las obligaciones conyugales sonó mi celular con la propuesta de ir a trabajar para un evento especial.
La promesa de ir al cine con mi novia se esfumó tan rápido como me cambié y fui al bar donde laburaba con un grupo de amigos. La misma esquina de avenida Catamarca y calle Corrientes me esperaba reluciente y con alguna aventura entre sus manos. La verdad, cualquier excusa era mejor que una película yanqui llena de estereotipos y efectos especiales.
El encargado nos reunía a todos en la cocina y en una charla, que por momentos rozaba lo motivacional, nos contaba el panorama de la jornada. Éramos tres ese día, el “flaco” como le decíamos, nos aclaró que no necesitaba a nadie más: el chef, un mozo y yo en la barra.

Evento especial de un grupo de seis brasileros que querían comer pollo con arroz, papas fritas y tomar cerveza hasta el hartazgo. Era todo extraño, pero fácil de lograr. Y pensar en las propinas animaba el transcurso de las horas.
Llegaron más tarde de lo previsto, los recibí, y pidieron cervezas. Trataba de parar la oreja y escuchar lo que decían, al parecer se firmaba un contrato importante. La comida estuvo servida a tiempo por mi compañero, y no pidieron postre.
Uno de los integrantes de la mesa se levantó, saludó a todos y se retiró del bar, cuando vi que se movía hacia la puerta me adelanté para abrirle, me guiñó un ojo y se despidió con un cordial “chau papá”. Más tucumana que la empanada era su tonada.
La postura de los cinco que, hasta allí, había sido antipática y nerviosa entre ellos, cambió totalmente. El más alto de todos se acercó y me pidió whisky. Él mismo fue llevando todo a la mesa en dos tandas, dejó el suyo en la barra y nos pusimos a charlar.
Todo lo aprendido en mis clases de portugués estaba intacto, estaba preparado, pero el alto hablaba una mezcla entre tucumano básico y su idioma natal que, la verdad, se entendía perfecto. Me contó que eran de Victoria (Espíritu Santo) y que estaban por inversiones.
Uno de los integrantes de la mesa hizo una seña, que no sabía bien para quién era, pero estaba claro que significaba que se terminaba la charla y el whisky. La cena ya estaba pegada anteriormente, pasaron dos taxis a buscarlos y se fueron.
Me quedó una sensación rara, como que me había perdido la temporada de una serie. Busqué al encargado, cobré mi plata (treinta pesos, en ese entonces eran) y una pequeña lluvia me acompañó en mi regreso a casa.

Dentro de mi mochila tenía lo de siempre: un libro, un lápiz para matarlo, una remera extra y, ahora, unos papeles que me guardé de los brasileros. No les conté, pero cuando se fueron y limpié su mesa, encontré tiradas unas hojas con firmas. ¡Me las llevé!, qué quieren que les diga, me intrigaba demasiado saber de qué se trataba.
Quizás eran del sexto integrante de la mesa, el que se fue primero, puede ser que la haya olvidado o que no estaba a favor de lo que decían: “solo quedan diez (10) años para el BICENTENARIO, se termina el tiempo para los hermanos independientes…”.

Llegué a casa y me acosté. Era domingo 9 de julio de 2006, una botella de agua, siempre bajo la cama, me anunciaba que después de ese trago, iba a quedar rendido en el mundo de los sueños. O pesadillas, después lo que había leído.
Me desperté con la fuerte mirada de mi padre que tenía un trapo de piso en la mano, y me hacía caras que continúe durmiendo. Y le hice caso hasta el mediodía. Dormido fui hasta la cocina y encontré una nota que decía que todos se iban a comer a lo de mi hermana: “vamos a estar los seis, te esperamos”.
Los seis. Recordé los seis de la mesa, los brasileros, los hermanos independientes, mi novia dependiente -y enojada todavía-, el español, el portugués, los papeles, el agua, mi papá, el trapo. La basura y el basurero. No habían quedado rastros de mi futura ex gran investigación. 

No recordé más esa historia, hice fuerzas para olvidarla.

Casinha

Cuarenta grados a la sombra le presumen a la humedad que por las montañas hay un Cristo gigante que nos bendice día a día. Con este atroz clima.
Tierra de artistas y azúcares; donde una pelota de fútbol recorre momentos verdes para lograr escaparse -inútilmente- del carnaval, que la acompaña siempre.
La calidez de las personas que la habitan se mide por el grado de entendimiento de su idioma.

Podría estar describiendo a la provincia de Tucumán, pero elijo agregarle playas infinitas que bordean todo su espacio fronterizo con el mar, entonces hablamos de Brasil.

¿Cuál es el sueño de un tucumano? Si se toman la terea de hacer esta pregunta, se van a encontrar con la misma respuesta: poner un bar en una playa de Brasil.