Una
capacitación es lo necesario para ingresar a un trabajo. Gente, una sala,
computadoras al frente de cada uno y una persona encargada de dictar la misma.
Conocer
el producto o el servicio de la tarea a realizar, verificaciones, horarios,
break, un proyector, una pizarra y un marcador fiel que la acompañe. No
olvidarse del borrador: ¡tarea ardua que realiza!
Preguntas,
respuestas, luces, contraseñas, legajos, usuarios. Juego de roles para ir
ambientándonos un poco más. Uniforme, en algunos casos.
Nombre,
apellido, edad, lugar de donde viene, experiencias laborales. Casados,
solteras, hijos a cargo. Y nos vamos conociendo un poco más.
Cada
uno tiene una mochila llena de historias, reglas, banderas, códigos, juicios,
hojas en blanco listas, esperando a ser llenadas y otras ya escritas, esperando
a ser leídas.
A
veces es cuestión de piel. Una mirada, un movimiento, una risa, un comentario
puede ser desencadenante de una amistad. No, en la mayoría de los casos se
forma un gran compañerismo que quiere transformarse en amistad, pero no llega,
las distancias son más fuertes.
La
empresa misma se encarga de poner esa distancia. Cada chancho va a su rancho, y
cada uno va al grupo que le asignan. Y adiós al aula, capacitadora y todo el
rolete.
Pero
lo que pasa en la capa, queda en la capa. Es como un viaje imaginario a ningún
lugar. Las mejores duran un mes, los que ya se encuentran trabajando la
recuerdan como un tiempo de vacaciones.
Pero
en el momento del cursado no es valorada por los pasajeros. Después
arrepentidos, quieren volver el tiempo atrás. Tarde. Demasiado tarde.
Pero
de eso se trata este tiempo, a no confundirse con el objetivo real, que es
entrar a trabajar. Difícil no confundirse, no encariñarse, no querer volverse a
ver. Difícil olvidarse las bromas, las caras ante los comentarios desubicados,
los tiempos de almuerzo, un pucho, una fiesta de cierre que corone todo.
Más
de 30 días en una capacitación pasan muy rápido, que no se corte.
Gracias.
Alvaro Padilla, alias el Tucu.
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