Mochila al hombro salí del trabajo, había sido uno de esos
días en que te pesa el cuerpo de tantas cosas que le agregan a tu cabeza.
En la parada del bondi estábamos los de siempre, “no somos
más que diez” cantaba el de seguridad de la empresa, que ahora formaba parte
del equipo de espera. Hacía poco le habían robado su moto, era un mortal más.
Sentía una mirada extraña y penetrante sobre mi persona,
pero eran más fuertes las ganas de llegar a casa, que de averiguar de qué se
trataba. Ya dentro del colectivo, y con un panorama más amigable, empecé a
buscar entre todos los rostros que emulaban cansancio esa noche.
Como un rompecabezas fui probando todas las fichas, quedaban
afuera el chofer y el de seguridad que estaba a la par mía. Llegué a uno de los
últimos asientos, donde una mujer de pelo corto, piel blanca, pecas y mirada perdida
en el suelo, trataba de engañarme con su inocencia. No había dudas.
En un episodio confuso, dejé cantando solo a mi compañero de
viaje, aproveché la ocasión y me cambié de lugar. Desde allí no podía
intimidarme, a menos que logre girar el cuello 180 grados y eso sería muy
escalofriante. En la siguiente parada, ella movió el ajedrez para poder continuar
con su plan.
Dos cuadras faltaban para llegar a casa, pensé en bajarme
antes o quizás después, pero toqué el timbre que anunciaba mi destino final, en
la dirección correcta. Cerré los ojos, mientras se detenía el vehículo, para no
ver si ella también descendía conmigo.
Se bajaron dos personas. Una era yo.
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