Una noche sin mucho más futuro que el de las obligaciones
conyugales sonó mi celular con la propuesta de ir a trabajar para un evento
especial.
La promesa de ir al cine con mi novia se esfumó tan rápido
como me cambié y fui al bar donde laburaba con un grupo de amigos. La misma esquina
de avenida Catamarca y calle Corrientes me esperaba reluciente y con alguna
aventura entre sus manos. La verdad, cualquier excusa era mejor que una
película yanqui llena de estereotipos y efectos especiales.
El encargado nos reunía a todos en la cocina y en una
charla, que por momentos rozaba lo motivacional, nos contaba el panorama de la
jornada. Éramos tres ese día, el “flaco” como le decíamos, nos aclaró que no
necesitaba a nadie más: el chef, un mozo y yo en la barra.
Evento especial de un grupo de seis brasileros que querían
comer pollo con arroz, papas fritas y tomar cerveza hasta el hartazgo. Era todo
extraño, pero fácil de lograr. Y pensar en las propinas animaba el transcurso
de las horas.
Llegaron más tarde de lo previsto, los recibí, y pidieron
cervezas. Trataba de parar la oreja y escuchar lo que decían, al parecer se
firmaba un contrato importante. La comida estuvo servida a tiempo por mi
compañero, y no pidieron postre.
Uno de los integrantes de la mesa se levantó, saludó a todos
y se retiró del bar, cuando vi que se movía hacia la puerta me adelanté para
abrirle, me guiñó un ojo y se despidió con un cordial “chau papá”. Más tucumana
que la empanada era su tonada.
La postura de los cinco que, hasta allí, había sido
antipática y nerviosa entre ellos, cambió totalmente. El más alto de todos se
acercó y me pidió whisky. Él mismo fue llevando todo a la mesa en dos tandas,
dejó el suyo en la barra y nos pusimos a charlar.
Todo lo aprendido en mis clases de portugués estaba intacto, estaba preparado, pero el alto hablaba una mezcla entre tucumano básico
y su idioma natal que, la verdad, se entendía perfecto. Me contó que eran de
Victoria (Espíritu Santo) y que estaban por inversiones.
Uno de los integrantes de la mesa hizo una seña, que no
sabía bien para quién era, pero estaba claro que significaba que se terminaba
la charla y el whisky. La cena ya estaba pegada anteriormente, pasaron dos
taxis a buscarlos y se fueron.
Me quedó una sensación rara, como que me había perdido la
temporada de una serie. Busqué al encargado, cobré mi plata (treinta pesos, en
ese entonces eran) y una pequeña lluvia me acompañó en mi regreso a casa.
Dentro de mi mochila tenía lo de siempre: un libro, un lápiz
para matarlo, una remera extra y, ahora, unos papeles que me guardé de los
brasileros. No les conté, pero cuando se fueron y limpié su mesa, encontré tiradas
unas hojas con firmas. ¡Me las llevé!, qué quieren que les diga, me intrigaba demasiado saber de qué se
trataba.
Quizás eran del sexto integrante de la mesa, el que se fue
primero, puede ser que la haya olvidado o que no estaba a favor de lo que decían:
“solo quedan diez (10) años para el BICENTENARIO, se termina el tiempo para los
hermanos independientes…”.
Llegué a casa y me acosté. Era domingo 9 de julio de 2006, una
botella de agua, siempre bajo la cama, me anunciaba que después de ese trago,
iba a quedar rendido en el mundo de los sueños. O pesadillas, después lo que
había leído.
Me desperté con la fuerte mirada de mi padre que tenía un
trapo de piso en la mano, y me hacía caras que continúe durmiendo. Y le hice
caso hasta el mediodía. Dormido fui hasta la cocina y encontré una nota que
decía que todos se iban a comer a lo de mi hermana: “vamos a estar los seis, te
esperamos”.
Los seis. Recordé los seis de la mesa, los brasileros, los
hermanos independientes, mi novia dependiente -y enojada todavía-, el español,
el portugués, los papeles, el agua, mi papá, el trapo. La basura y el basurero.
No habían quedado rastros de mi futura ex gran investigación.
No recordé más esa historia, hice fuerzas para olvidarla.
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