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martes, 1 de septiembre de 2015

Te prometo una cita ideal

Esta foto no tiene relación con lo que sigue, únicamente el autor busca llamar la atención con el mejor futbolista Argentino. 


Corría el año 1890 en aquella fría, gris y desalmada Londres. Burocrática, aterradora, sangrienta, monstruosa y enfermiza. La única luz que mantenía viva la esperanza de esta ciudad se encontraba en el corazón de una señorita, su nombre era Nativity.
El amor se movía en una ida y vuelta de cartas que mantenía ella, desde varios meses atrás, con un joven muchacho campesino, que vivía en un pueblo ganadero a más de 300 kilómetros de la capital.
Robert Ryan a pesar de ser un trabajador de la tierra, sabía leer y escribir, algo muy difícil por el alto grado de analfabetismo que existía en la época. Esta enseñanza fue recibida a través de su madre, una reconocida maestra que dejó el prestigio de la gran ciudad para mudarse a Bradford y vivir del y para el campo. Fue por su hijo, en realidad, como madre soltera no tenía futuro en ninguna parte, pero esa es otra historia.
Ellos eran un mar de letras pues no se conocían, pero en cada carta que se enviaban imaginaban su primer encuentro. No sabían cuándo, pero siempre lo soñaban y lo describían con mucha pasión. Cada 21 días llegaban las cartas, cada 21 días se leían y estallaban de amor. Militaban la esperanza de Londres.

Claro, toda esa magia ya está muerta. Hoy para tener una cita con alguien se arregla todo a través de un álbum de figuritas llamado Tinder, el mismo cuenta con un botón para decir quién te gusta y quién no. Si hay coincidencia, se tienen que dar. Very easy.
No hay que esperar 21 días. Con que ambas personas digan que sí al botón verde de la aplicación ya comienza el match y dependerá de las dos partes que el resultado sea fructífero. Y a la brevedad.
Rápidamente comencé a charlar con Amalia, así la vamos a llamar. Como si nos conociéramos de cartas antiguas, y de varios años, entramos en confianza y a platicar diariamente. No apresuramos el encuentro, pero veíamos el camino hacia él. Era inminente, las charlas amistosas necesitaban ese choque para delimitar y encasillar la amistad o quién sabe si algo más.

Los carruajes (imaginen la pronunciación de esta palabra en tucumano básico) tirados por caballos eran conducidos por el cochero, una persona del círculo íntimo de la familia y en la cual el padre de la dama depositaba toda su confianza.

Estos conductores designados formaban parte de las citas amorosas en esta antigua Gran Bretaña, era inalcanzable negociar su ausencia. Los lugares más concurridos eran los parques, jardines botánicos o invernaderos, en caso de que la relación este más avanzada, la salida podía ser nocturna y casi siempre a ver alguna muestra de magos o científicos que adelantaban el futuro.

Hoy no la pasás a buscar por su casa, se viaja en bondi, se ven. Hablan un poco, la música fuerte del lugar ayuda a esto, toman unas cervezas y si está "OK": directo al departamento. En el camino, ni la mano. Si la ansiedad consume un poco, el varón puede hacer el acto heroico de adelantar el tiempo pagando el taxi hasta el terreno elegido.


Hasta el bar y la cerveza. Sí, hasta el bar y la cerveza, hasta ahí puedo contar que me representa un poco la historia de nuestros tiempos modernos. Pero ojo, esa noche hablamos un montón. Y eso que
teníamos un partido de fútbol muy importante en la tele y buena ubicación para verlo.
Nos sentimos bien, cómodos, pero salimos del bar y comenzamos a caminar rumbo a su casa. Yo no tenía intenciones, todavía, de ir más allá, y ella no ponía de su parte para que esto suceda. Pero es capital, puede ocurrir cualquier cosa. La charla continuó perfecta hasta el hall de entrada de su edificio -momento incómodo- cuando no está definido el seguir, ni el precio del peaje.

No iba a esperar otra posibilidad, el caballero Robert Ryan subió al carruaje, tomó la mano de Nativity y aprovecharon para escapar cuando el chofer, que al mismo tiempo jugaba a ser el mayordomo de la joven, se distrajo mirando a un vagabundo que bailaba una danza extraña por centavos.
Subieron por un camino largo y empinado que los conducía al parque, un sitio oscuro y desolado. Allí podían desarmar sus ganas.


Estábamos en… ah, llegamos a la entrada del edificio: bueno, nos vemos, chau. No la besé, ¿se entiende? Si esperaban llegar a esta parte y que les cuente lo apasionado del beso o leer si le pedía un vaso con agua para lograr subir a su departamento, no lo hice. Me fui.

Cuando llegué a la esquina, vi en mi celular un mensaje de texto, que no terminé de leer por completo, pero decía algo sobre un beso merecido. Volví corriendo.
Ella estaba abajo, ahí, esperando lo que no había sucedido antes y dándole una oportunidad al hombre sobre las aplicaciones, la batalla final.

"Tendrán que disculpar a mi amigo, es un poco lento”. El diálogo célebre de mi película favorita me retumbaba y atormentaba el oído, mientras, agitado por la cuadra corrida, le sonreía y la tenía al frente. Luces, cámara, primer plano a los rostros, se acercan. Se siente la respiración de dos cuerpos que -ahora sí- tienen decidido besarse. Lo hacen, labios por aquí, lengua por allá, dos sopapas se unen en el tiempo, en el coqueto barrio de Balvanera. El cantar del motor de un colectivo desafinado decora la escena novelesca. De pronto se separan, así ha finalizado el primero y el más difícil de los besos.

Todavía chapo con los ojos cerrados y las piernas chuecas (se ríen mis amigos de la infancia) con el estilo de una publicidad de cerveza en el verano. Los abrí y la miré esperando que cualquier tontera ocurra y salve esa situación rosa, ella mantenía los ojos cerrados. Tampoco estamos leyendo a un besador de película de Hollywood.
Cuando pasaron unos segundos su tono de piel se estaba tornando de un color blanco como una hoja A4 y comenzó a desplomarse: SE DESMAYÓ LA MINA. Entonces, entrada de edificio, chau, me escribe, vuelvo corriendo, nos besamos, se desmaya.


“Cuando quiero correr (solo quiero correr) la tierra se abre ante mis pies ¡Tragame tierra! ¡Tragame tierra!”. Fácil Gustavo, vos siempre estuviste más allá del bien y del mal. Pocos momentos en mi vida deseaba desaparecer para siempre, ser invisible, que pase Gokú con su nube voladora, teletransportarme. Cualquier cosa menos estar viviendo eso.
Una chica que veía por primera vez, que salimos por conocernos gracias a una aplicación se desmayaba después de un beso. Siempre estaba la posibilidad de salir corriendo.


Pero que iba a pensar aquel caballero que estaba con su amada arriesgando su vida, escapando en un carruaje ajeno, todo por amor, ¡qué me importaba! Yo salía corriendo, me tomaba un taxi en la esquina y no nos veíamos más.
No lo hice, che. Tan hijo de puta no soy. Me quedé tratando de sostenerla y reanimarla, sabía que un beso había causado eso, pero también sabía que otro beso no lo iba a remediar.
Primeros auxilios, zamarreadas, tirarle agua, lo aprendido en la televisión se cruzaba por mi cabeza, salir corriendo también. Che, que no lo hice. Mirá si justo pasaba un policía, muy extraño: aplicación, bar, cerveza, beso, desmayo. ¡Guardias! Y me comía varios años adentro.
Amalia, Amalia, Amalia, antes que repita por cuarta vez su nombre abrió los ojos. Retomó un poco de color y se reincorporó como si nada hubiera pasado. Qué maldita suerte la mía. Y solita se paró y me dijo, “¿qué pasó? ¿Todo bien?”
Sí, te desmayaste después que nos besamos, todo bien. Casi voy preso si salía corriendo y me veían esos dos policías, pero me quedé. Todo bien. No te hagas problema.
No hizo ni el intento de preguntarme si quería subir a tomar agua. Muertos de vergüenza nos despedimos sabiendo que esa iba a ser la primera y última cita. Cita y desmayo.


Robert Ryan, en medio del parque detuvo con fuerza al animal que encabezaba el carruaje y besó a su princesa, ese beso tan esperado por la esperanza, no dudó en pasar rápidamente a su cuello y comenzar a recorrerlo, quería sentirla, sus colmillos aún más, habían esperado tanto… en ese momento llegó el mayordomo Joseph Faint y no hizo falta pasar a amenazas o a algún intento de pelea, la verdad gozaba de la luz en aquella fría y gris noche de Londres. El joven salió corriendo y se perdió en la oscuridad del lugar. Nunca más volverían a verse.


Meses después me escribió Amalia para contarme que le pasó nuevamente: la besaron y se desmayó. Dejé de ser el único, el único caballero.